Armando Víctor Lucchina, testigo en la tercera audiencia pública del juicio contra Falco, fue efectivo de la Policía Federal (PF) entre 1971 y 1980. Durante la última dictadura, trabajó en la Superintendencia de Seguridad Federal y precisamente allí conoció al acusado. “Falco tenía su oficina en el primer piso del edificio, donde estábamos nosotros, la guardia de prevención. Era jefe de Despachos Generales. Dependíamos administrativamente de esta oficina, a la que entregábamos listas de detenidos, novedades, cobrábamos ahí”.
En el edificio, situado hasta hoy en Moreno 1417 de la Capital Federal, funcionó un centro clandestino de detención. Luchina, testigo en el Juicio a las Juntas y recientemente en la causa por la Masacre de Fátima, sostuvo que Falco “como todos los jefes” participaba de la coordinación.
La prisión policial, en el tercer piso, se llenó de detenidos-desaparecidos, tanto que se utilizaron dos plantas más para hacinarlos. “Tiempo después del golpe, me ordenaron que vaya al cuarto piso. Habían desalojado una oficina, había una persona al lado de la otra, en el suelo, las manos atadas, con capucha o con los ojos vendados, y cada uno con una cartulina que decía su nombre y la organización que supuestamente integraba”.
Lucchina contó que los miembros del grupo de tareas, “para mandarse la parte”, golpeaban a los detenidos, o cruzaban la oficina a los saltos, “pisoteándolos y saltándoles por arriba”. Falco entraba y salía de todas las oficinas, iba de un piso a otro, accedía periódicamente a los espacios donde estaban los detenidos.
“Los jefes”, como los definió Lucchina, “se reunían, tenían un trato común, salían y comían juntos. Carlos Gallone –condenado a perpetua por la Masacre de Fátima–, Miguel Ángel Trimarchi –absuelto absurdamente en dicha causa–, “El Japonés Martínez” y Samuel Miara, eran algunos de los cabecillas de la patota policial.
Como Falco y su amigo Jorge Mario Veyra, “Pájaro loco”, mencionado por Juan Cabandié en su declaración y un triste recuerdo para Lucchina: “Veyra estaba en el cuarto piso, siempre andaba de civil pero cuando pasaba lista en el playón se ponía uniforme y nos podía arrestar y golpear por cualquier cosa: por no tener un zapato lo suficientemente lustrado, por llevar el pelo un poquito largo, llamaba al armero para que controlara si nos faltaba una bala o si el arma estaba sucia”.
Un escalafón abajo de “los jefes” se encontraba el personal del grupo de tareas, el más notorio “el Turco Julián”, sargento primero, alias “el Carnicero” y en palabras de Lucchina “el más lenguaraz”. Pero también el sargento Block, el comisario inspector Marcote (alias “el Lobo”), entre otros. “Llevaban a los detenidos destrozados. Aunque yo no presenciaba la tortura, veía los resultados. Los prisioneros tenían entre 16 y 25 años, chicos, como yo, que tenía 24. También había mujeres, al llegar contaban que habían sido violadas. Yo hablaba con ellos. Llegaban muy lastimados, hasta quemados porque los habían rociado con alcohol y prendido fuego”.
La picana era práctica habitual. Pero no sólo los detenidos contaban sus padecimientos. Los represores se jactaban de sus crueldades. “A éste le di 220 directa”, decían. Intercambiaban detalles sobre los tormentos que aplicaban. Narraban los abusos a los que sometían a las mujeres.
“Acá somos la CIA”
Los miembros de la patota se consideraban a sí mismos como una “elite”. “Acá somos la CIA”, ilustraban. “Al personal de Seguridad Federal no se lo podía saludar por la calle por el tipo de tareas que desarrollaban, ya que esto podía dejarlos al descubierto”, señaló Lucchina.
Todos los días, uno de “los jefes”, con rango de subcomisario en general, quedaba a cargo toda la noche de los detenidos. Por lo tanto “tenían pleno conocimiento de lo que sucedía en el edificio: torturas, ejecuciones ilegales, traslados a otros centros clandestinos de Seguridad Federal en la Capital, Atlético, Olimpo, Orletti, Azopardo y Garage Cepita”.
“Las detenciones eran cada vez más. Los calabozos se llenaban. Muchas veces retiraban a esta gente y al otro día, yo lo veía en el diario, aparecía muerta en supuestos enfrentamientos. Eran ejecuciones montadas”, afirmó Lucchina, quien añadió que “el grupo de tareas operativas” salía por la noche y volvían de madrugada con los detenidos ilegales, los “RAF”, como los llamaban, en alusión a la Royal Air Force británica, “porque como los aviones estaban en el aire”. La lista de los “RAF” cambiaba minuto a minuto.
Como el resto de la custodia del edificio, Lucchina percibía los movimientos que anunciaban la proximidad de algún mega-operativo: la presencia del ministro del Interior, coroneles y almirantes, o el arribo de grandes cargas de trotyl y de armas de grueso calibre. “El único que no veía todo esto era el cieguito que vendía golosinas al lado del ascensor, pero aún siendo ciego se daba cuenta y me lo decía”, subrayó.
Al cierre de la declaración, la jueza Servini de Cubría –que de a ratos se durmió, como en las audiencias anteriores– dio paso a las preguntas de la fiscalía y la querella. No obstante, los abogados de Abuelas se vieron impedidos de hacerlo por una chicana del letrado defensor de Falco, Diego Martín Sánchez, quien planteó que por ser patrocinantes y no apoderados, en ausencia del querellante, Juan Cabandié, no podrían hacer preguntas.
La magistrada, después de una breve deliberación con sus secretarios, decidió hacer lugar al planteo, dejando “en suspenso” las preguntas de la querella hasta una próxima oportunidad. Sánchez pidió de inmediato que se le exhibieran a Lucchina unas fotos de “Luis Francisco Falco”, seguramente otro policía con el mismo apellido que el imputado, para hacerlo trastabillar en su testimonio. Pero se extralimitó en su juego sucio.
La fiscalía, en su intervención más activa a lo largo de todo el proceso, impugnó la pregunta por “indicativa” y a cambio pidió que se le mostraran a Lucchina otras fotos. El testigo identificó sin vacilar a Samuel Miara y, sin asociar con un nombre, al hombre que lo acompañaba. “Entraba y salía de Seguridad Federal con el resto de los jefes”, completó. Ese hombre era Falco.
“Damián ya no vuelve”
Además de Lucchina, se presentó a declarar Wilfredo Cabandié, abuelo de Juan, quien relató que Alicia, su nuera, estaba embarazada de siete meses al momento de ser secuestrada junto con su hijo Damián. “Vivían en la calle Solís 688. Se llevaron todo, incluso la ropa para el bebé. Recibí una llamada de Damián, preguntó por mí, pero yo no estaba. Después nada más”.
Wilfredo contó su búsqueda, las extracciones de sangre que se hizo para el Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG) y el día en que conoció a su nieto Juan en la Casa de las Abuelas. “La tristeza de un padre no se puede medir –manifestó–. Cuando se busca a un hijo no se sabe qué hacer. Ni siquiera tiene un sitio para llevarle flores. Gracias a Dios tengo a mi nieto y a mi bisnieto. Damián ya no vuelve”.
Los otros dos testigos convocados por la querella, el nieto restituido Matías Reggiardo Tolosa y su apropiadora Beatriz Castillo, amiga de los Falco, no se presentaron. La última audiencia pública se realizará el próximo martes 29 de septiembre.